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Percepción y violencia simbólica

El estudio de la percepción social de los fenómenos más diversos es un clásico de las ciencias sociales. Se estudia la percepción social de la política, de la inmigración, de la juventud y sus problemas, de la delincuencia o, en general, la “seguridad” o “inseguridad ciudadana”, del paro, etc. En definitiva, como se puede observar, el foco de interés de esta clase de análisis no es otra cosa que como define lo que algunos llaman “la opinión pública” otro de los lugares comunes típicos a que los “poderes públicos”, o como se denomina actualmente los “gestores políticos”, suelen abocar a la ciencia social: los denominados “problemas sociales”.

Porque la óptica desde la cual se abordan mayoritariamente estos estudios de la percepción social de varias “cuestiones” colectivas, de cómo los definen los “electores”, suele ser el de la demoscopia política, el de los llamados estudios de opinión pública. Se trata de una perspectiva que pasa por ser neutra y objetiva. Es decir, sin observados ni observadores. Parecería que la definición de estos fenómenos sea independiente de las relaciones sociales. Que es la misma para todo el mundo. Que en cómo se percibe y se define la realidad no hay juegos de poder. La “realidad” es simplemente un dato aproblemático. Por ello, desde un punto de vista metodológico, esta aproximación está llena de porcentajes. De números. De valoraciones del 1 al 10, y de precisión. De niveles de confianza y de márgenes de error. Prima la exactitud de la foto conseguida, su nitidez, su definición, sin plantearse si salen todos sus protagonistas y ni tan siquiera si realmente esta es la foto que todos ellos harían de la realidad. El objetivo de estos estudios suele ser muy simple: “detectar” lo que para los mandantes son los “problemas sociales” más habituales y graves de forma que los mandatarios les puedan decir lo que, según los asesores políticos, quieren oír sus representados. Contar, clasificar, jerarquizar y construir un cuadro de los problemas sociales, saber cuáles son más importantes que otros para determinar la “demanda” de problemas y qué ofertas pueden venderles para solucionarlos.

En otras ocasiones, se recurre a la psicología social. El vínculo entre una cosa (psicología social) y la otra (la percepción de determinados fenómenos) sería muy evidente. Si se trata de estudiar la percepción social de los más variados hechos sociales, parecería perfectamente natural contar con la ayuda de aquella disciplina que se encarga de estudiar la conexión entre los procesos perceptivos y los objetos percibidos. Si bien este punto de vista parece bastante prometedor, tampoco plantea explícitamente el problema del poder. Aunque la óptica anterior ni lo presentía, en esta tampoco es la variable central. La percepción social bajo este punto de vista se basa en los mecanismos individuales de percepción. Aunque hay diferentes escuelas dentro de la psicología social al respecto (la psicología constructivista introduce variables como los factores sociales y culturales que inciden sobre lo que se percibe; mientras que para las corrientes más conductuales están menos presentes; la dinámica de grupos y las teorías del intercambio social pueden dar una cierta preeminencia a las relaciones sociales), predomina la explicación basada en los procesos mentales individuales a partir de los cuales nos hacemos una idea de la realidad. Para la psicología social, la percepción social es la forma que tenemos de captar la realidad. Nuevamente, como las relaciones de poder no son la variable explicativa central, no se considera cómo la realidad social incide en la forma como percibimos, sino a la inversa. Y, como veremos más adelante, esto es del todo ineludible. Pero no como se propugna habitualmente desde esta disciplina, que suele recurrir bastante a menudo a explicaciones ad hoc basadas en factores externos a la propia teoría (es decir, variables no psicológicas, muchas veces sociales sin denominarlas como tal) para explicar fenómenos perceptivos anómalos, que son etiquetados usualmente como “meros fallos” de atribución u anomalías de percepción que se deben considerar excepciones o errores perceptivos —suelen usarse denominaciones que suelen sugerir cualquier tipo de incongruencia durante el proceso de percepción—, sino que más bien la realidad social incide tan centralmente en los procesos perceptivos que la explicación psicológica no es que sea insuficiente, sino que es directamente subsidiaria de la basada en las relaciones sociales de poder para dar cuenta de los procesos de percepción social.

En resumen, en el primer caso, la percepción es un proceso comunicativo, y estos son los modelos que se utilizan para explicar la formación de las opiniones “públicas”. Para la psicología, la percepción es un proceso mental. Pero rara vez estos estudios se emprenden desde la sociología del conocimiento. Ya desde Marx en su El dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte, el vínculo indispensable entre las estructuras sociales y la formación de las ideas de todo tipo se puso de manifiesto. Es el principal activo de la sociología de cara a entender la percepción y la construcción social de las definiciones de los fenómenos sociales aún en nuestros días.

Bajo este punto de vista, la percepción no es un proceso independiente de la posibilidad socialmente definida de percibir. Es decir, depende de qué se percibe, de cómo se percibe, y de quién percibe. Así pues, la percepción no es ni un proceso psicológico aislado y socialmente neutro, como parecería que pretende la psicología, ni tampoco un acto comunicativo o una serie de procesos comunicativos como podría considerarse desde una perspectiva demoscópica abordada desde la conceptualización de lo que suele denominarse “opinión pública”. Tampoco es un dato aproblemático que se presente como dado por supuesto. La realidad percibida no es un dato, sino un dato permanentemente en liza. La lucha cognitiva por la definición de la realidad social es la lucha simbólica por excelencia. Por eso ni es ni puede ser un acto que tiene lugar al margen de las relaciones sociales de poder establecidas entre los agentes. Se trata de un proceso plenamente social —quizás el más social de todos y en el que se basan muchos mecanismos sociales— en que el poder es la variable central.

Más detalladamente, esta hipótesis central en la sociología del conocimiento, significa que se da una correspondencia entre las estructuras sociales y las categorías o esquemas mentales o de pensamiento. Desde el punto de vista de Pierre Bourdieu esto quiere decir que los filtros a partir de los cuales percibimos la realidad se corresponden con las divisiones sociales instituidas. O, en otras palabras, que hay una homología entre los principios de visión y división y las estructuras sociales. Esta correspondencia implica que los procesos perceptivos a partir de los cuales nos representamos la realidad suponen actos de conocimiento y reconocimiento de las divisiones arbitrarias entre los dominados y los dominantes. Una división que es naturalizada, actualizada y reactualizada en cada acto perceptivo. Esta división es interiorizada de manera que se convierte en un sentido común que no puede ser pensado de otra forma.

Este sentido común es lo que se denomina “violencia simbólica”. La violencia simbólica es un acto de conocimiento y reconocimiento práctico de estas divisiones sociales, de adhesión perceptiva, una creencia que no necesita ser pensada ni afirmada como tal, y que genera en cierta forma, que actualiza, naturaliza y reactualiza las relaciones de poder de las que es producto. En este sentido, el nexo entre los procesos de percepción social y las relaciones de poder es más que evidente. La violencia simbólica se puede considerar como aquel proceso social a partir del cual unas definiciones de la realidad se imponen sobre otras y se convierten en incuestionadas y hegemónicas, hasta el punto que acaban por verse como las únicas reales, las únicas posibles, y de “sentido común”. No necesitan ser argumentadas. Son autoevidentes. A partir de estos procesos de imposición, que no necesitan ser impuestos, de unas formas de ver la realidad sobre otras, unos grupos imponen su criterio a otros, que pasan a ser dominados por los primeros, otorgándoles poder sobre ellos. Un ejemplo típico de violencia simbólica es la visión androcéntrica. Se trata de una forma de violencia simbólica que las mujeres mismas, tanto como los hombres, contribuyen a actualizar y reactualizar. Y, por tanto, contribuyen ellas mismas también a su propia subordinación, porque tanto para ellas como para los hombres mismos, la visión androcéntrica se da por supuesto. Aparece como la única posible y como natural y evidente. No necesita ser pensada ni argumentada para ser impuesta, ya que cae por su propio peso a ojos de todos.

Para decirlo con otras palabras que quizás sean más habituales, la violencia simbólica son todos aquellos “dados por supuesto” a partir de los cuales imponemos a los demás, sin tener ni la más remota conciencia, y totalmente en contra de nuestra voluntad e independientemente de lo que queramos o pretendamos intencionadamente, toda una serie de “definiciones de la realidad” que acaban por estructurar nuestras relaciones sociales. Son aquel “conformismo lógico” y aquel “conformismo moral” de los que hablaba Durkheim. Así es como la percepción social se construye a partir de la mediación de la violencia simbólica, porque es evidente que no puede ser de otra manera. La percepción social, como la gran mayoría de procesos sociales, no es un proceso indeterminado ni espontáneo o regido por el azar, que no está sometido a ninguna ley, regularidad o constante social. Si así fuera, las ciencias sociales no existirían. Y precisamente una de estas constantes que no se cansan de registrar estas disciplinas tan mal entendidas es que los procesos sociales dependen de las relaciones sociales de poder. Es decir, que las percepciones las define quién tiene el poder de hacerlo, y sobre —e incluso contra— los que tienen menos, que ven como su realidad y lo que ellos mismos son les es impuesto, incluso sin que puedan llegar a reconocerlo nunca. Es más, justamente por eso. Porque la mayoría de las veces no son ni conscientes de ello.

Pero sé muy bien que, a pesar de todos mis esfuerzos, posiblemente no se haya entendido todavía lo que trato de decir. No por incapacidad del lector ni mía, sino más bien porque, para captar la relación entre la percepción social y la violencia simbólica, es necesario comprender muy bien lo que es la violencia simbólica. Se trata de un concepto capital en la obra de Pierre Bourdieu y, muy probablemente, su principal contribución a la ciencia social, en que estuvo trabajando, incluso sin saberlo, desde los inicios de su carrera. Fue en sus últimas obras cuando emergió explícitamente esta formulación con la denominación actual, especialmente a partir de 1998 con su libro La dominación masculina.

Desafortunadamente, se trata de una aportación que no ha tenido demasiado éxito entre el público más o menos interesado por estos temas. Pero que, desgraciadamente, ha inspirado, con más o menos mala fe, otras perspectivas que, con un simplismo que no es demasiado apropiado para dar cuenta de la complejidad de los fenómenos sociales que intentan explicar, se aprovechan del amplio campo de estudios que ha abierto esta óptica en las ciencias sociales. Son puntos de vista como el de los “micromachismos”, que a pesar de que beban de manera bastante descarada de las contribuciones de Pierre Bourdieu sobre la violencia simbólica, no pueden de ninguna manera hacer justicia al objeto de estudio que pretenden analizar. Quizá por eso han triunfado abrumadoramente. Porque venden las ideas que son fáciles de escuchar, de entender, de asimilar y de poner en práctica.

Es un concepto que aparentemente pueda parecer muy abstracto. También es posible que se interprete como una de esas conceptualizaciones artificiosas a que son tan propensos ciertos intelectuales. Pero no es el caso. Pierre Bourdieu siempre denunció el escolasticismo de ciertos análisis provenientes de la filosofía y, muy especialmente, de la ciencia social, que veía como “cavilaciones” intelectuales que eran incapaces de captar lo que él llamaba “el sentido práctico” de las muy variadas formas que revestían las relaciones y comportamientos sociales. Según decía, pretendían entender los fenómenos partiendo de lógicas e intenciones que muchas veces eran equivocadas, y la mayoría de las veces ni siquiera se daban en realidad. Era el analista quien introducía estas lógicas en su objeto de estudio, al que hacía hablar por boca suya como si fuera un ventrílocuo. Pero no eran las lógicas del agente respecto a los hechos estudiados.

Por ello es posible que la mejor forma de entender tanto la relación entre la percepción social y la violencia simbólica como la violencia simbólica misma, sea precisamente mediante una representación en acción de estos fenómenos. Se trata de un pequeño ejemplo, una adivinanza con la que el lector mismo captará prácticamente este concepto. Está concebido para que quien lo lea experimente en funcionamiento los mecanismos de este fenómeno que actúan en cada una de las relaciones sociales en que intervenimos. Es simplemente una especie de caso experimental, similar a los conocidos “experimentos de ruptura” de Harold Garfinkel en sus Studies in Ethnomethodology, pero planteado desde supuestos teóricos y metodológicos diferentes. Un pequeño fragmento aislado de realidad que permitirá hacerse una idea de hasta qué punto la violencia simbólica es un hecho habitual en la vida cotidiana de cada uno de nosotros. Y, por tanto, de hasta qué punto condiciona nuestra percepción de la realidad. Y también, muy especialmente, de hasta qué punto somos nosotros mismos los que, sin ninguna intención, sin ninguna pretensión y, sobre todo, sin darnos cuenta, ejercemos la violencia simbólica.

Imaginemos que un día, un padre y su hijo de siete años que viven a cien kilómetros de la costa deciden ir a pasar el día en la playa. Pero a medio camino, tienen un accidente. Chocan con otro coche. El vehículo queda completamente destrozado, y el niño está muy grave. El padre llama, con las pocas fuerzas que le quedan, ya que, aunque no tan grave, está bastante malherido, a una ambulancia, y al rato de hacerlo, se queda inconsciente. Al cabo de cinco minutos, llega el servicio médico. La persona que atiende al niño, eminente profesional de un prestigio muy reconocido con muchos años de experiencia, apenas ver la criatura, dictamina su muerte. Y luego dice: “es mi hijo”.

Muy probablemente, la mayoría de los que lean estarán pensando que esto es imposible. Pero no hay ningún truco. Ahora mismo ustedes se estarán planteando las explicaciones más plausibles a este misterio. A poca gente se le ocurrirá la única respuesta acertada que, además, es la más simple. Si ustedes quieren seguir jugando a adivinar la solución de este enigma, les recomendaría que no siguieran leyendo. Evidentemente, sólo hay una persona que, dejando aparte al padre del niño, podría haber exclamado lo que dijo el personaje del relato: su madre. Tras conocer la respuesta correcta, parece muy fácil, ¿verdad? ¿Pero cuántos la han acertado? Muy probablemente, la mayoría ha creído que el médico era un hombre. Sin embargo, si se fijan bien en cómo se ha redactado el enunciado, en ningún momento se ha empleado ninguna señal de género ni masculino ni femenino. Se podrían haber utilizado denominaciones que hubieran podido inducir a error como “médico” —lo que podría haber llevado a confusión— en lugar de “persona que atiende al niño” o “experto” —que tiene su femenino en “experta”— en vez de “eminente profesional de un prestigio muy reconocido con muchos años de experiencia”. Pero se ha tenido mucho cuidado de no sobre-connotar lingüísticamente lo que se estaba diciendo. Después se explicará por qué se ha hecho así y sus implicaciones.

Este es un ejemplo en acción de la relación entre percepción social y violencia simbólica. Se basa en el modelo de violencia simbólica más paradigmático: la visión androcéntrica. Se trata de un arquetipo donde aparecen bastante aumentadas todas las propiedades que sirven para poner de manifiesto la relación entre percepción social y violencia simbólica. Concretamente, en un campo que a todos nos es muy familiar pero que, a la vez, nos es completamente desconocido, ya que la mayoría de veces lo interpretamos desde ópticas que son completamente erróneas. Mayoritariamente, filosofías del sujeto que no permiten captar las sutilezas del fenómeno que pretenden explicar: el machismo. Por eso, cuando se plantea el enigma del machismo desde un punto de vista excéntrico, insospechado e impensable, como el de la percepción social y la violencia simbólica, se revela como algo mucho más complejo y mucho menos simple de lo que estos análisis simplistas —y mayoritariamente demasiado voluntaristas— dejan entrever.

El machismo es un hecho social profundamente arraigado en nuestras estructuras sociales como todos creemos que sabemos cuándo leemos análisis sobre las estructuras sociales patriarcales. La mayoría de las veces para el que lee, las “estructuras sociales” son “los demás”. Lo que no sabemos ni queremos saber es hasta qué punto está arraigado en nuestros esquemas perceptivos. Esto es la violencia simbólica. Es decir, como los esquemas mentales que utilizamos para percibir y definir la realidad son producto directo de las estructuras sociales, de las relaciones sociales establecidas en una sociedad determinada; es una hipótesis que ya planteaba Durkheim en 1912 en su clásico Las formas elementales de la vida religiosa: según él, las “formas primitivas de clasificación” se corresponden con las estructuras de los grupos. Así pues, si nuestras sociedades son machistas, si las relaciones sociales lo son, estos esquemas también lo son. Veremos, percibiremos y definiremos la realidad de forma machista. Esto es la violencia simbólica. Probablemente la gran mayoría de los que hayan hecho este pequeño experimento de ruptura se hayan horrorizado cuando, finalmente, han entendido prácticamente, en propia carne —en este caso, en propia (in)consciencia— lo que es la violencia simbólica, más teniendo en cuenta el ejemplo en que se ha fundamentado el ejercicio, el machismo, que siempre creemos que es algo “que incumbe a los demás, no a nosotros”; y su íntima relación con la percepción social. Ya que, como habrán podido experimentar, la determina hasta extremos insospechados y que se escapan de los análisis que tienen en su centro explicativo la voluntad, el imaginario, la intención, la motivación, el deseo, los motivos, las razones o cualquier otra de las formas que puedan adoptar lo que se suelen denominar filosofías del sujeto, ya sean las que recalcan los aspectos conscientes como los inconscientes —oposiciones como consciente/inconsciente u objeto/sujeto que en el análisis de la mayoría de fenómenos sociales se muestran totalmente inoperativas—. Lo que más horroriza es darse cuenta cómo, sin saberlo y sin quererlo, todo lo que se pretende combatir, aquel “infierno que son los demás” como decía Sartre, vive dentro de cada uno de nosotros. No tengo ninguna duda de que la mayoría de los que hayan hecho el experimento y hayan comprobado que también para ellos lo impensable —en sentido estricto, es decir, lo que no se puede pensar, lo que no se puede expresar mediante los esquemas perceptivos establecidos porque no está reconocido socialmente; y es en estos “impensables” que se fundan todos los “no presentados”, todos los “no admitidos” y todos los “techos de cristal” habidos y por haber de la gran mayoría de grupos sociales y categorías, empezando por las mujeres, en los ámbitos más diversos— era lo que es impensable socialmente —es decir, que una “mujer” desempeñe una profesión que es socialmente reconocida para los hombres, pero no para las mujeres—, se han horrorizado al comprobar que el machismo también vivía en su interior.

Esta especie de experimento de ruptura habrá servido también para ver como todas aquellas perspectivas de análisis del machismo —que más bien son propuestas de acción— como, por ejemplo, la obsesión lingüística de los “los y las”, son muy bienintencionadas, pero no tienen ninguna posibilidad real de éxito. Como ya se ha señalado, este pequeño experimento se ha diseñado de forma premeditada y expresa para que no pudiera haber ningún tipo de interferencia lingüística en su resultado, eliminando cualquier connotación de género en el redactado de la adivinanza para controlar lo que suele llamarse el “lenguaje sexista”. Según los partidarios de este punto de vista que ha alcanzado tanta notoriedad pública, es el lenguaje el que construye el mundo tal como es. Pero el resultado de este experimento parece desmentirlo. La mayor parte de los lectores han acabado asociando la imagen del médico con un hombre, aunque en ningún momento se ha empleado un “lenguaje” sexualmente connotado o “sexista”. La principal implicación de ello parece ser que el lenguaje no juega ningún papel en la forma como definimos el mundo. Más bien, como parecería demostrar el ejemplo, es la violencia simbólica el principal factor que interviene en la forma como percibimos y definimos la realidad. En todo caso, el lenguaje sería el “vehículo” mediante el cual “expresamos” o “representamos” estas “percepciones” del mundo, estas “definiciones” de la realidad que preexisten al lenguaje mismo. Así pues, más allá del lenguaje están los esquemas perceptivos que utilizamos —y que nos vienen impuestos— para definir lo que se puede pensar y lo que es impensable, como ha puesto de manifiesto de forma muy elocuente este experimento. Posiblemente, el lenguaje sea el cabeza de turco más visible para intervenir o pretender que se está interviniendo sobre la realidad para cambiarla, ya que propicia la ilusión de una acción planificada orientada a un fin determinado. La ilusión de que “se está haciendo algo”, que tan reconfortante suele ser para nosotros los humanos, que tenemos un pánico ancestral a sentir que no estamos haciendo nada cuando sería urgente hacerlo. Posiblemente, el lenguaje sea el cabeza de turco preferido de los partidarios de todas aquellas filosofías de la acción que dan un gran rédito intelectual y social porque se basan en supuestos (erróneos) que están grabados a fuego en la mente de la mayoría de la gente y que, por tanto, resultan fáciles de entender, de interpretar, de asimilar y, en definitiva, de poner en práctica; son filosofías que al fin y al cabo no son otra cosa que la traducción “culta” con “garantía de cientificidad” de los esquemas de percepción, apreciación, valoración y acción provenientes del “sentido común vulgar”: oposiciones como objeto, sujeto; consciente, inconsciente; racional, irracional; material, simbólico; voluntario, involuntario, etc.

Y, por último, las palabras del propio Bourdieu en sus Meditaciones pascalianas, donde prevenía contra estos conatos de explicación condenados al fracaso: “Si algo comparten nuestros filósofos, ‘modernos’ o ‘posmodernos’, más allá de los conflictos que los enfrentan, es ese exceso de confianza en los poderes del discurso. Ilusión típica de lector, ‘profesor’, capaz de tomar el comentario académico por un acto político o la crítica de los textos por una manifestación de resistencia, y de vivir las revoluciones en el orden de las palabras como revoluciones radicales en el orden de las cosas” (p. 11). Ya que, como apuntaba también, “Resulta del todo ilusorio creer que la violencia simbólica puede vencerse sólo con las armas de la conciencia y la voluntad” (p. 236).